SOLEDAD ROMÁNTICA

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Hesse afirmaba que el arte es la contemplación del mundo en estado de gracia, y sin embargo, y por contra, como afirmaba Dumas, -y como se encabeza esta página- el arte necesita la soledad, o la miseria o la pasión. Es una flor de roca, que requiere el viento áspero y el terreno duro. Cito así, dos ideas enfrentadas y contrapuestas, entendiendo el estado de gracia hessiano como un estado extrínseco a la destreza y al conocimiento de la técnica, como un sentimiento involuntario más allá de la merced natal, más allá del don impulsivo que incita al creador a la conclusión de su obra. Es un esfuerzo costoso, para el observador y para el artista, encontrar la media aritmética que conforma el interior con el exterior del hombre y plasmarlo; lo que somos difiere en muchos casos de lo que decimos, de lo que hacemos, del acto instintivo y cotidiano que mostramos de manera inconsciente. Si el arte es una expresión, también puede ser un eficaz escondite.

Beethoven permitió que su carácter se agriara con el exceso de ingesta de plomo que pudo ser el causante de su sordera. No es de justicia reprender este efecto de ira; perder el oído, para un músico, es perder la materia prima natural más imprescindible y obligatoria. Cesaron sus reuniones sociales, sus viajes, y la dirección de sus conciertos, pero contaba con la suerte de conocer la exactitud de cada sonido como la que fue su lengua madre, y continuó componiendo, utilizando lo que había quedado en su espíritu de lo que amamantó en su conocimiento. Sí, Beethoven entendió el arte como un escondite, como el confesionario público que describía la psicología cursiva de sus pentagramas por el cual vibraban sus palpitaciones; la alegría y el dolor, la pasión y la serenidad, la fuerza y la ternura. “La música es el clima de mi alma”, afirmó. Con Beethoven, la música empieza a ser un individualismo evidente, un primer plano de la creación, dejando atrás el concebimiento de un instrumento más para solemnizar los actos religiosos o ambientar fiestas aristocráticas; la música que no habla por medio del hombre, sino un hombre que habla por medio de la música.
Su vida seguía la directriz de una onda cambiante; sus conocidos amores no correspondidos –y su desconocida amada inmortal-, su dependencia al vino, la miseria, la renuncia a toda conexión posible que escapara de su yo más íntimo. Hasta el científico Einstein decía, sin error, que Beethoven escribió para la eternidad; el bello escondite que tapaba, con una fuerza y fascinación que no admite tacha, su soledad, su soledad..., y más soledad.





Su única ópera, Fidelio, además del poema Egmont.

AMOR VICTORIOSO

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Encuentro en la poesía un distintivo que no hallo en otros géneros del arte escrito, la misma marca que dejan en el oído las palabras de amor en el crepúsculo; el poder de repetirse, como el círculo monótono que recorre un gramófono analógico emitiendo una ópera barroca, sin hastío posible para el sujeto romántico que las recepta.
Sobre la mesita de noche descansa una antigua antología poética que compré en una librería madrileña. Dejo arrastrar sus hojas por las yemas de mis dedos después de hacer descansar sobre la estantería una copa de vino. Me detengo a conciencia, mientras apuro el sorbo dulce del caldo riojano, ante una conmemoración que la editorial cede al poeta Francisco de Quevedo, y poniendo una singular atención en su soneto titulado amor constante más allá de la muerte. El poeta, escribe:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso y lisonjera;

mas no de esotra parte en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a la ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.


Vuelvo a dar otro sorbo después de leer, y evoco una imagen que, aún pareciéndome que viola ciertas leyes de su tiempo, me inspira algo más que una tierna simpatía. Es una imagen de un cuadro, un cuadro en el que la luz cumple una hegemonía pictórica, una luz que se convierte en unidad mínima, gimiendo de dolor ante la victoria de un Tenebrismo amenazante. Pienso en el amor y recuerdo esa pintura pueril y atectónica, que delimita el eje de simetría con gigantes alas de gorrión, pasando sobre la voluntad de las músicas, de las ciencias y políticas, pretendiendo el parecido al amor terrenal, como una alegoría visible adornada con el pequeño atributo masculino de las edades infantes en primer plano y bajo el foco de una luz en diagonal que lo atraviesa.
Caravaggio entendió que el amor es un niño mimado, un niño que se complace de insolencias, un niño desvergonzado que se permite el destrozo de la puntualidad de las campanas, haciendo del tiempo una marcha inconstante que transita descontento por las horas. Pienso en el cuadro, y sonriendo recuerdo su sonrisa; la sonrisa pícara del triunfante, la sonrisa del que se sabe amor por encima de todo, la sonrisa de quien disfruta de un arco con el que tira flechas incandescentes, dejando su memoria allá donde ardan.
El poeta Gaspar Murtola, dedicó a su amigo pintor unas palabras: “No mires, no mires en estas telas a Amor pues te incendiará el corazón”.
Más allá de la muerte, el amor es ceniza, polvo de enamorado, el eslabón siguiente de la carne viva de lo que fue fuego en vida; como el poema barroco, como el niño mimado y como el sorbo lánguido y pausado de un buen vino.

VERDAD, TIEMPO E HISTORIA.

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Al cerrar la última página de un libro que profundamente nos emociona, cualquiera, tras haberle arrancado hasta la última de sus palabras, tras haber apurado el último punto y aspirado con lentitud la última coma, comienza el regreso de un viaje que empezó con su palabra primera.
Leer es un éxodo mental a otra vida, a otro cuerpo de papel sin sangre, a una mente acogida a la merced de las ideas inventadas por un cerebro distinto al de la persona principal de la acción, el cerebro del autor. Y después de concluir la lectura, tras los breves instantes de reflexión sobre la resolución final que acontece, el desenlace o la moraleja, resulta inevitable haber vivido, por el tiempo que dura el pasaje, en otro tiempo no contemporáneo.
Se habla, en tertulias y círculos literarios, de la precisión de remontar una historia particular a un tiempo remoto y lejano, con el fin de otorgarle el poder de ganar un rico óxido con el pasar de los años; responder a las exigencias que marca la historia –como monstruosa disciplina-, dar facilidad al escritor durante su labor como narrador en cuanto a referencias costumbristas, escenarios, hechos.., con escasa posibilidad de equívoco, ante la gran cantidad de información de la que disponemos para adquirir documentación y el enorme equipo que trabaja como documentalistas.
Pero centrándonos en el autor como ente aislado, como fabulador único, el autor como firmante y creador de lo escrito, acaba hablando de sucesos que tienen más años que sí mismo, de antigüedades recónditas que, inclusive, han sobrepasado los umbrales de tiempos que han dejado a los pensadores e intelectuales trastornados en vida y conciencia. Y es aquí donde encuentro la más grandiosa conclusión de tan comentado debate; el escritor es un legítimo inventor de mentiras, y por tanto, o en el mejor de los casos, puede inducir a errores sobre la historia.
La pregunta es: Si en el arte de la arquitectura se legisla la intervención humana sobre el patrimonio con el fin de no engañar a quien intenta leer el lenguaje de sus piedras, ¿por qué la literatura es una herramienta para engañar al lector sobre otro hijo más del arte?
La nobel en literatura, Selma Lagerlöf, a principios del siglo pasado lo decía de una forma romántica y no menos contundente: "hay que tratar con cuidado las historias viejas; se parecen a rosas marchitas que se deshojan al menor contacto". Por seguir citando a los de otro tiempo, decía el filósofo francés, Claude-Adrien Helvetius, que “la historia es la novela de los hechos, y la novela es la historia de los sentimientos”.
De manera irremediable, ante la evidencia de la literatura, es un cruce de definiciones que encuentran en la inspiración un justo campo de batalla para que ambas partes acaben en tablas. A fin y al cabo, casi imposible resulta escribir en verbos conjugados en el porvenir.